domingo, 28 de agosto de 2011

Paraíso

- Au. ¡Au! ¡Para! Joder, ¡para! Escuece.

Apartó molesta el pañuelo con que él había estado curando su labio hinchado y observó su reflejo en la ventana del oscuro bar. La luz era tan escasa en el interior del local que dudaba que los clientes viesen más allá de sus propias narices. Y, aunque pudiesen hacerlo, la capa de humo y suciedad que inundaba la sala les impediría enterarse de lo que ocurría en el callejón aledaño. Un callejón que, para no romper con el ambiente lóbrego de la zona, tan sólo estaba iluminado por un foco más antiguo que la misma piedra que estaban pisando.

- Perdón…- gruñó él, impaciente, harto de sus quejas.

- Podrías tener más cuidado.- reprendió ella, en un tono aún más arisco.

- ¡¿Yo?! Has sido tú quien se ha metido en una pelea. La próxima vez te va a curar tu puta madre.- tiró el pañuelo al suelo y se dispuso a marcharse, pero ella le retuvo por el brazo.

- Venga, Sam, sabes que no lo sigo en serio…- ronroneó, acercándose a él, impregnándole de su aroma. Inspiró profundamente y acortó las distancias.- Duele mucho… ¿Por qué no sigues curándome, eh?- acarició la línea de su mandíbula con un dedo suave como la seda y lo deslizó hasta su barbilla, poniéndose ligeramente de puntillas. La melena rubia, brillante, de un liso perfecto de peluquería, resbaló por su cuello. Él desvió su mirada hasta esa zona de piel descubierta y suspiró, derrotado. Lyanna sonrió y agarró las solapas de su chupa negra, idéntica a la que ella misma llevaba, para rozar sus labios. Un beso ligero que no tardó en convertirse es un duelo apasionado hasta que la muchacha se apartó, gruñendo de nuevo.

- Mierda.- se tocó el labio inferior e inmediatamente apartó la mano, asqueada e infantilmente enfurruñada de nuevo. Una gota de sangre brillaba sobre el poco pintalabios que el pañuelo había dejado atrás.

Las pupilas de Sam refulgieron en respuesta, rojas por un instante, oscuras, expectantes. Esta vez no rebuscó en su bolsillo. Se acercó a ella, cauto, despacio. No hagas ruido, se dijo. Deslizó el dedo índice, suavemente, por sus labios. La gota quedó atrapada, diminuta entre sus manos. Lentamente, saboreó el intenso aroma de la sangre, hasta que no quedó ni un solo resto entre la lengua y sus dedos.

Ella le miraba, expectante y excitada. Se fundieron de nuevo en un largo beso. Violento. Hambriento. Desesperado.

Gimió y él abrió los ojos, aún absorto en su tarea, molesto por la interrupción. Pero ella continuaba aferrada a su cuerpo, frío y ardiente al mismo tiempo. Había llegado el momento. Dejó escapar sus labios y deslizó su boca por su rostro y su mandíbula, bajando, bajando. Se colocó a su espalda, apenas una sombra, sosteniendo sus hombros, su cuerpo. Su cuello.

Lyanna mantenía los ojos cerrados cuando, con un movimiento delicado, apartó la tela de su camiseta. La mira visión de ese recodo sagrado, suave como una colina, cálido como un volcán, convirtió su deseo en un impulso desesperado.

Los colmillos, impacientes, susurraron como dagas al ser liberados. Salvajes, se lanzaron a su presa como leonas hambrientas ante un antílope asustado. La piel se quebró cuando sus dientes la desgarraron y una calidez añorada inundó su boca, su mente y toda su alma. Su cuerpo se llenó de vida y calor. Sus mejillas se arrebolaron y sus ojos, bajo los párpados cerrados, brillaron. Los últimos latidos de su corazón le indicaron que su manjar había expirado. Replegó sus colmillos y lamió con cuidado, casi con ternura, la sangre que rodeaba las dos hendiduras de su cuello.

Miró por última vez a esa estúpida humana, una entre tantas. No era especialmente guapa, pero en cuento la vio, en cuento la olió, descubrió ese perfume dulzón, característico de los corazones sanos. Le había cautivado. Pero entonces, después de haberle robado lo único que le había atrapado, tan sólo veía un cadáver desgarrado, frío y blanco, vacío de una sangre que recorría en agónicos latidos las venas de aquel vampiro centenario.