sábado, 11 de junio de 2011

Pesadilla antes de irse a acostar

Todos tenemos nuestra propia máquina del tiempo, el pasado son los recuerdos y el futuro son sueños.
La máquina del tiempo

Locura. Me está volviendo loca. Ya van dos veces en menos de quince días que he tenido pesadillas con ella. Nunca había sufrido tanto en un sueño. Me despertaba angustiada y difícilmente me podía volver a dormir. No sólo durante esa noche, sino también durante los días siguientes. El parásito del miedo a perder la cabeza me carcome por dentro.

El primer sueño fue el peor. Fantasmas. Voces. Te giras y ahí están. Quieres cerrar los ojos, pero te asusta pensar qué te encontrarás al abrirlos. Te aterroriza saber que están ahí, respirando, acariciando tu nuca con su aliento, observándote con esos ojos vacíos y acusadores.
Lloraba. Lloraba y me resignaba. No a verlos. No, aún quería huir de ellos. Me resignaba a estar loca. A ser tratada como una loca. Porque era distinta. Porque era peligrosa. Porque no podía controlarme. Había atacado a alguien. Así empezó todo. Me había lanzado a su cuello, había mordido, desgarrado. Había liberado mi ira contra él. Era peligrosa. Era lo único que tenía claro. Y entonces me arrastraron lejos de allí, lejos de todo, clavándome esa mirada de compasión, decepción y miedo. No oponía resistencia. Simplemente me arrastraban…

Era por la mañana. Vino mi padre a despertarme. Debía parecer tan asustada que él mismo se dio cuenta de que había tenido una pesadilla.

La segunda la pasé sola. Fue peor que la anterior. La primera fue, en cierto modo, calmada. Estaba clara. Esta no.

Soñé que soñaba. Primero estaba en un videojuego. Todo bonito. Fácil, precioso. Un juego de niños, al fin y al cabo. Hasta tenía un compañero canino. Y todo su séquito. Era divertido, sí… Hasta que apareció ella y los mató a todos. Los aplastó, los degolló, hizo que se desangrasen. Era una sinrostro. Alguien como tú y como yo. Alguien como cualquier otro.
Soñé que me despertaba. Soñé que algo me sacaba de allí. Estaba escapando, pero aún seguía atrapada. Seguía viendo los cadáveres ensangrentados, pero allí estaba a salvo. Sin embargo, el peligro acechaba fuera. Alguien me arrastraba. Me estaba llevando. Quería despertar para enfrentarme a él. A la sombra. Gritaba. Oí el eco de mi propia angustia. Abrí los ojos. La película había parado. Veía, sí, pero tan sólo un fotograma congelado. Mi ventana. Y la sombra. ¿Dónde estaba la sombra? No conseguía adivinar si se había marchado. Sin poder ver, huí hasta el cuarto de al lado y me deslicé bajo el edredón de mi hermana. La sombra seguía allí. Ahora estaba segura.
Soñé que cerraba los ojos de nuevo. Estaba de visita. Una excursión, supongo. Se trataba de una ciudad medieval, si mal no recuerdo. Sí, así era. El empedrado del suelo taladraba los pies, y los edificios, altos y antiguos, lucían paredes de roca. Era bonito, pero aburrido. Típico. Pero todo cambió de repente.
De pronto allí no estaba la gente. ¿Dónde estaban todos? Estaban allí, pero eran otros. Sus ropas no eran de esta época, y los puestos que habían aparecido de la nada, tampoco. ¿De dónde venían? ¿De hace cien, doscientos años? Me sonreían. Me sonreía él. Y reconocí esa sonrisa de dientes afilados. Su mirada refulgía. Era un diablo.
Entonces comencé a chillar. Sentí unos brazos que me aferraban, que intentaban retenerme. Mis compañeros seguían allí. Todo el mundo estaba. Nada había cambiado. Pero él permanecía allí, con su mirada de fuego y esa lacerante sonrisa.

“No es real. ¡Noesrealnoesrealnoesreal!”

Sentía mi pánico, la locura y esos brazos.

Desperté en medio de la noche. El reloj marcaba las 2.20 de la mañana. La habitación estaba escura y mi corazón, palpitando. No podía abrir los ojos. Estaban abiertos, pero no del todo. Necesitaba no poder cerrarlos. Encendí la luz y observé mi cuarto. ¿Era real? Ni siquiera podía asegurarlo.

Necesitaba soltarlo.

viernes, 10 de junio de 2011

Rezaba. ¿Lo hacía? Él… sólo hablaba. Las rodillas le dolían a causa de su interminable pelea con el suelo. Tenía la mirada gacha y los pensamientos en las nubes.

Quería huirla, hacer desaparecer su fantasma. Por más que cerrase los ojos o ignorase sus palabras, allí estaba ella, incorpórea e imparable, deslizándose por su mente con delicadas pisadas.

Cerró los ojos y pensó más fuerte. Si había alguien ahí arriba, ¿por qué no le ayudaba?

- No te escucha.

Lentamente despegó los parpados. Allí estaba. Sus piernas colgaban del altar de forma descuidada mientras sus manos despellejaban entretenidas una mandarina.

- ¿Cómo lo sabes?

- Ni te escucha a ti ni escucha a nadie. O quizá sí. Quién sabe. Puede que tenga su propio lobby, un grupito de beatos con derecho a conexión directa con el Cielo. Pero, desde luego, tú no estás entre ellos.

- ¿Y eso por qué?

- Porque eres bueno.

Una mañana, mientras desayunaban, su violín comenzó a sonar. Con la mirada, sus dedos lo acariciaban. Las notas llenaron la habitación. Ella se acomodó sobre la encimera y continuó untando su tostada de mantequilla. Llevaba una camisa blanca, arrugada, rozando sus piernas desnudas, aún más pálidas.

La cucharilla paró de golpear las paredes de la taza. La observó.

- ¿Eres real?

Sonrió y clavó el cuchillo en su propio corazón.

Su risa es de cristal. Transparente, afilada y frágil. Podría escucharla durante horas hasta que voz se quebrase y los pedazos de ese paraíso etéreo desgarrasen dolorosamente el velo que ocultaba la realidad. Sin embargo, seguiría volviendo a ella, una y otra vez.

En ocasiones la imagina sirena. Malvada y peligrosa, le manipula y le atrapa, le envuelve en su poder. Le quiere comer. Otras veces sólo la ve como una ninfa. Demasiado bella y dulce para este mundo. Demasiado mágica.

Y es entonces cuando repara en que tan sólo se trata de un fantasma.

Resbala. Rueda, dibuja y sigue. Una senda escarlata recorre su cuerpo. Desnuda, a la luz de la noche, le parece aún más bella. Una mano blanca atrapa esa prófuga de su corazón. Con delicadeza, desliza el dedo hasta su boca y prueba su propia sangre. Sonríe. Toda su piel brilla bajo la luna. Una estrella en medio de la oscuridad que los envuelve a ambos.

Se despereza, arrugando las sábanas de una cama ya deshecha. Él la contempla, sentado junto a la ventana. Una ciudad ajena se desdibuja tras su extraña figura. Sus dedos, únicos delatores de la ansiedad que le consume, se pierden un instante entre su pelo. Suspira y hunde la cabeza entre las manos.

- ¿Qué te pasa?- pregunta desde la cama.

- Estás muerta.

Se revuelve un momento antes de contestar. Su melena castaña no puede ocultar una sonrisa.

- ¿Y cuándo ha sido eso un problema?